martes, 29 de diciembre de 2020

Peces en el río


La dificultad para comunicarse no es nueva, lo que no tiene es remedio. Una ciudad como esta, que sostiene un modelo de bancos unicelulares es una mierda, se mire por donde se mire. Cuando hacía cursos, por ejemplo uno de dramaturgia, en la Sala Beckett, identifiqué desde el primer día a un tipo como compañero de profesión. El tipo se limitó a decir que era funcionario. Yo en cambio, mentí, y dije que era conductor de ambulancias. Pero lo realmente curioso  fue  que ninguno de los dos nos presentamos mutuamente, a pesar de que el tipo a mí ya me conocía de antes. Así que pasamos dos meses de curso escuchándonos atentamente cuando nos tocaba someter los textos de nuestras escenas a crítica de los compañeros. No fue hasta la cena de despedida donde hablamos de ello. El tipo era devoto de Ionesco y del absurdo, así que imprimía a sus letras ese toque  burlesco y de picha fría. Dirigía en sus días libres una compañía de teatro amateur. Talentoso, sí. Y escucho en una serie patria, a una profesora de literatura, diciendo a sus alumnos de ficción que escribir es volcar en el papel no sé qué sufrimientos, partos y embarazos. Todas las alusiones así, enésimas y hormonales, porque a los que he conocido eran de oficio. Y oficio es igual a trabajo elevado al cubo. Y si te dejan, disfrutar con ello. Todo esto lo digo en alto, mientras le damos al piponazo por las noches a golpe de serie finlandesa. E, prefiere las de Mercadona, más hipertrofiadas y dopadas de sal. La serie en cuestión se suma a esa moda en la que el paisaje pesa y abruma como un personaje en sí mismo, como Ozark y otra de título parecido a la anterior “Bloodline”, ambientada en los Cayos de Florida. La ventaja de Deadline, es que lo gélido del paisaje finés se te mete hasta la próstata y te guarda de las ganas de mear. Y en sus silencios, que son muchos, nos despistamos y tratamos de dibujar con la mirada en el techo los pasos de un vecino al que jamás hemos visto.  Los pasos nocturnos y poco más que el grifo de la ducha que se abre de madrugada. Desconocemos su fisonomía, edad, estado civil. Discutimos incluso sobre si es hombre o mujer. No tiende la ropa, ergo no la lava. No protagoniza fiestas, ni paellas los fines de semana, ni orgías ni furor onanista en solitario. Ni pecado ni virtud. A veces me sorprendo tratando de escucharlo desde la cocina donde únicamente intuyo el ocasional chisporroteo de unos huevo fritos que presumo que acabará comiéndoselos solo. En silencio. Ahí, en la cocina, conservo yo también mi libro de instrucciones y me fortifico con café fuerte y cigarros prestados para sobrellevar  mejor el barro de las botas. Echo el humo por la ventana y repaso el oleaje de trapos colgantes del patio de luces. Hace dos años que también nos tenía intrigados la bata de una señora mayor  que flameaba solitaria en las cuerdas de un tendedero del edificio del al lado. Hoy por fin, alguien la ha recogido y ha cerrado las ventanas. Hoy, que es precisamente Noche Buena. No quería decir que es una noche diferente, porque también es pastoso y enésimo pero desde luego es noche de paz. Eso sí. Pero sobre todo de silencio. Un silencio Premium, eso también.

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