Ese tiempo, en que echábamos escupitajos por el
hueco de la escalera, en aquel entonces me encantaba el olor a pólvora. Una
mañana de Sant Joan me levanté temprano y me fui a recoger aquellos petardos
que no habían explotado por la noche. Por experimentar, salí con ellos a la terraza, los rompí por la mitad y formé un montoncito de pólvora al que arrimé una mecha,
que naturalmente culminó en tal fogonazo que me quemó buena parte de la mano,
especialmente en el muslo del pulgar derecho, donde primero me salió una gran
arruga de color amarillo y tras las curas en el hospital una cicatriz que me
duró unos cuantos años. Tu pequeña cicatriz
también está justo ahí, sobre el diminuto muslito de tu dedo pulgar derecho.
Todo empieza ahí. En realidad unos meses antes, durante el parto, justo
al cortar la toma de tierra con el universo celeste de donde provienes. Tiene
un dedito de más, en la mano, te dicen. Nadie lo había visto al parecer, a
pesar de llevar a cuestas tres amniocentesis e incontables ecografías. Claro,
que las ecografías focalizaban toda su atención en el hígado, que desde
la pantalla monocroma se presentaban como un mar oscuro salpicado de espumitas
blancas que no debían estar ahí, pero que nadie supo nunca concretar el motivo
de su efervescencia, por eso nadie dio cuenta de ese dedito solitario que ahora forma parte de un recuerdo que se dibuja en tu pequeña cicatriz. El otro día, mientras buscabas incansablemente arañas en la desvencijada puerta
de Torre Garcini un vecino me auguró para ti un posible brillante futuro, como
el del joven Sheldon, dijo. Adiviné que se trataba de un personaje televisivo,
y no se lo tuve en cuenta, en parte porque no sé de quién me hablaba, en parte
porque sé que lo decía con buena intención, solo se me ocurrió decir que sí,
que el cine y la televisión está lleno de estereotipos así, de los que
invariablemente recuerdas ahora, pero de los que no podría extraer nada
en claro de ninguno de ellos, por adúlteros y rebosantes de la magnificiencia para gustar al público, y porque ninguno se parece a ti, y acaso todos me
recuerdan vagamente, y me conformo y me encarrilo en aprender a no pensar en el
mañana porque esa es una carretera que me aleja de disfrutar de tus abrazos y de tu forma peculiar de
entender el mundo que te rodea, la rapidez con la que montas los
puzles conectando siempre piezas en el mismo orden, y mirar como tú
ves, apaciguar y comprender tus miedos, también a los petardos de anoche, pero también descubrir los resortes que te hacen reír a carcajadas,
averiguar los códigos de ese lenguaje tribal que sólo tu madre y yo entendemos. Mientras el cuerpo aguante, lucharemos contra todos los T-Rex que se nos pongan por el camino, cabalgaremos mil millas por el pasillo hasta llegar a las rocosas del recibidor, donde nos estará esperando Buzz Lightyear. Y qué narices, antes que llegue el día que me los niegues, te comeré a besos, que
para eso soy tu padre, hasta el infinito y más allá.
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