Me dice E, que si hoy viene su hermana a verla después de dos meses besos no, pero se van a dar un abrazo sí o sí de teta con teta y la mascarilla perdida de rímel y lágrima, muy a pesar de mi cuñado, y a mí me avisa levantando el dedo, como si estuviera yo en el bando aislacionista que tanto se promulga por la telerrealidad. Y le advierto que nada más lejos, que me da un poco igual, mayormente porque confío. Una confianza, (que no fe), surgida del instinto de supervivencia, del propio y breve aprendizaje de lo malo conocido y lo desconocido al mismo tiempo, a lo que te sometes te guste o no, a base de salir a la calle, sobrevenirte la tos seca y pensar en lo peor, coger autobuses, metros, alimentos, documentos ajenos, tratar con gente que no conoces, así, día tras día, y hacer malabares con el picor de la cara, el hidroalcohólico en una mano y el móvil en la otra. Al principio, salir era como adentrarse en el núcleo del reactor de Chernobyl, con medidor Geiger y traje de plomo, con los días, ya eres un turista más en el parque de atracciones de Prypiat, y pasado el tiempo y las fases, mientras los parques infantiles continúan precintados han brotado tras la lluvia ácida docenas de baretos adaptados a la recién estrenada necesidad social de abigarrarse en las terrazas y del take away, y del volver a emborracharse, tirar anzuelo con la mirada y lo que surja y esto mientras el calorcito va subiendo y nos quitamos capas de ropa NRBQ, aunque por la mañanas todo vuelva a tener un aire a aquella Unión Soviética de los ochenta, de colas para comprar pan, para la ferretería, el chino (he dicho el chino, sí, también). Me gusta como lo explica Bernardo, porque me recuerda a Bird Box: A ciegas, 2018. Donde Mallorie, la protagonista, (Sandra Bullock) debe dudar de todo lo que conocía hasta ahora, porque de un día para otro desaparecen tus amarras y no quedan certidumbres, el futuro está por escribir, y es tal cual la citada película surgida de la misma semilla inmortal fílmica de los postmundos. Lo malo es que durante este confinamiento he visto una foto del presente actual de John Connor, aquel que debía salvarnos de la rebelión de las máquinas, y me he venido muy abajo.
El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos.
domingo, 31 de mayo de 2020
Pasa tú primero.
Ustedes me perdonan, porque no sé cómo lo hago, esto es
dejarse llevar y poner las ideas en la diana, pero acabo añadiendo música a
esta coctelera, como es ahora el caso, o películas que se visten así, y hoy
brota John Cusack, en Alta Fidelidad (2000). Preguntándose desde el principio
en voz en off si escuchaba música porque estaba triste o estaba triste y por
eso escuchaba música. Me arrimo conclusiones peligrosas, como que se trata de
películas que tratan de problemas de pijos, como Lost In Translation,
pero es que siguiendo estos fundamentos no entraría en casa la mitad de lo que
echa en la pantalla. Hay películas, como esta, que se guardan para sí misma lo
que nos tiene que decir. Luego el manido argumentario de que Murray no tiene
gracia. Menos tiene Sean Penn, otro que me encanta y por el que también tiro
cohetes en verbenas. Y joder, que a mí Murray y LiT me llevan al cine de Jarmusch, contención,
detalle, plano, silencio, gestos y al final un cine alejado del actual que mueve
fotogramas y planos a ritmo de motor V8. Y que resulta imposible mencionarla sin ponerme
el Just like Honey de Jesús and Mary Chain en la escena final. En literatura
también lo intento y no siempre acierto: leo sobre Carver, pope del relato, porque en narrativa es lo que
más me interesa, porque me recuerda al desencanto de algunos personajes de
Murray o Jarmusch, y por todos esos
tópicos que se mencionan sobre su prosa: economía del lenguaje, escepticismo,
carencia de florituras estilísticas, pesimismo, realismo, “tipos que miran la televisión evitando mirar en su interior” y todas estas coordenadas me dan faro
potente para dirigirme a esas tierras, pero es llegar a puerto y ver sus calles
y no encuentro nunca nada de lo dicho de Carver donde agarrarme. Qué le vamos a
hacer.
domingo, 24 de mayo de 2020
Tú mandas.
Me digo que debería subirme al palo mayor, porque esto es mi
barco, observar tierra y escribir algo en relación al tiempo muerto que
vivimos, sea en su sentido figurado o en el literal de la expresión, en lo que
concierne a esta “pausa”, el peor eufemismo que podría elegir para definirlo,
porque me da en el hocico que ahora sí, por fin va a ser cierta y de verdad
aquella frase de cualquier tiempo pasado fue mejor, y lo de antes no lo vamos a retomar más que en frases que empiecen
con “te acuerdas cuando...”. Si te quieres dar una buena hostia ponte la escena de “Faces” (1968) de Cassavetes, con esos bares abigarrados
de caras, humo y alcohol, que me dirán que no hay que irse tan lejos, que ya en los
ochenta, Madrid y la Movida, de cuando en los bares tirábamos las colillas y los
palillos del pincho al suelo, porque el lugar exigía ese relajo. Este comentario
lo hice a un millenial anónimo, y como era de esperar me contestó que también
hace no sé cuántos años estábamos en las cavernas. El pobre no había entendido
nada, a pesar de estar escuchando de continuo a 45 revoluciones el mismo disco
que lleva título para todos: “Què podrem fer i què no podrem fer”. Y el asunto no es que fuera millenial, sino que siendo, hablara como un viejo. Supongo que ya le está bien, pero es normal,
porque tampoco había vivido nada diferente antes de. Y es que desde entonces todo
es un retroceder. La verdadera inmunidad de rebaño, chico, estaba ahí. No te obceques en buscarla ahora.
sábado, 23 de mayo de 2020
Ya te lo dije.
Giesebrechtstraße, Berlín. ¿Ves la ventana de aquel edificio? Allí
pasamos un tiempo en piso franco, a mediados de mi carrera. Un tiempo en que la
gente no tenía miedo a enfermar y morir era de viejos. Yo hacía el turno de
mañanas, recibía las novedades del turno saliente. Café, bollos de canela y lectura de transcripciones
telefónicas. Luego la cosa se ponía siempre más aburrida, los objetivos se iban
a sus lugares de trabajo y las conversaciones cesaban. Me asomaba a la ventana en
busca de Roy, un cuervo que acostumbraba a esperar pacientemente su momento mirándome fijamente desde el
tejado de enfrente. A los cuervos les encantan las salchichas, ¿lo sabías? Por
lo menos a los cuervos alemanes, que yo sepa. Por la tarde salía a pasear por
el Kufürstendamm y en aquella esquina había una pastelería pequeñísima que elaboraba auténticas joyas. Fue mi
compañero del turno de noche, más joven que yo, quien me la recomendó. La regentaba Manuela,
que era húngara, llevaba el pelo teñido
de rosa, o quizás era una peluca, nunca llegué a saber, y decía tener novio americano,
que se había quedado tras la caída del muro pero que desde hacía un año
pajareaba por sus días sin apenas rendir cuentas. Algo parecido a Roy, el cuervo. Manuela tenía un algo guapo, como por omisión. Jamás puse una sola expectativa en
ella, pero con esas tenía la información suficiente de que se
trataba de acordar un día, que al siguiente yo librase, y con ese apenas sin conocernos lo suficiente para saber
que a los dos nos iría bien salir una noche por los locales del Berlín Oeste. Esos donde apenas caben diez
personas en la barra más el camarero. Entonces no me importarían una mierda los
cientos de ojos alemanes mirando lo ridículo que me sentaba aquella camiseta
negra que emula el semáforo de los peatones, ni a ella le importarían tampoco,
claro, los diversos daños colaterales que el tiempo ha ido firmando en mis
carnes, porque ella también es muy consciente de haber iniciado su particular y
vertiginoso descenso al desencanto sin libro alguno de instrucciones. De ese
modo iríamos con sus colegas alemanes a hacer el tonto a un karaoke, y el lugar es, como pocos, de los
mejores para tamaño propósito si uno mide bien sus actos. A saber: En primer
lugar escuchar una cover de God save
the queen,
de los Pistols, berreada por un bávaro muy perjudicado por los efectos de no
saber distinguir entre la doble malta y la cebada. En segundo lugar, dedicaría
toda mi atención a los desafinos de Manuela,
que probablemente se arrancaría para la ocasión con algún tema de Pretenders que
hablase de que la protagonista de la letra (en realidad ella, claro) es una
chica muy sexy y especial, mientras me
mira-yo le miro-ellamemira y ahí en el
detalle, certifico que también hay rosa en sus labios. Por último, y tras unas rondas
maltratando las cuerdas vocales, cuando el personal se haya cansado por fin de
hacer el memo, ella, mi amiga, la pastelera teenager
de la peluca rosa, me pasaría el micrófono, porqué yo habría elegido el tema más
casposo de la etapa más casposa de Roxy Music; y justo allí, mientras los alemanes mecen como el vaivén del agua en una
pecera los restos de alcohol que tienen en el córtex...
justo allí, dónde la profundidad de campo recupera el enfoque del segundo
plano, estaría ella mirándome, dándose cuenta por fin que la letra de aquella canción se me está colando
por alguna de las tantas puertas que fui
dejando abiertas con los años, provocándome un bajón de inconmensurables
proporciones. Al final de la escena que yo mismo protagonizaba, no puedo más
que recordar la frase que le dije a mi amiga de la peluca de rosa al final de
la noche, a modo de despedida: No volveré aquí jamás, porqué nunca más volverá
a ser tan divertido, mientras me persigue como un mantra aquella letra de BryanFerry: More than this... you
know there’s nothing... porque es un poco lo que Manuela y yo somos: (…) Hojas caídas en la noche, quién sabe
dónde las llevará el viento...
lunes, 18 de mayo de 2020
TODO SUYO.
Conocí a Bill Murray
durante uno de tantos viajes a Estados Unidos. Al bajar del avión en el aeropuerto de Chicago me esperaba
un tipo, que tenía que proveernos la información de un contacto que debía
facilitarnos ciertas tecnologías para implementar una misión de
contravigilancia en los siguientes días y con esas, nos dirigimos Evanstone, un tranquilo pueblo de Illinois, donde decidimos pasar un par de días tranquilos, planificando
el operativo. Evanstone también, porque mi compañero de viaje tenía una tía segunda
en esa ciudad, casi de su misma edad con la que se había
citado en un music bar y una buena tropa aquella noche. En el bar todo muy previsible
y rebosante de normalidad: Los americanos que me gustaban de entonces, los
gintonics random de entonces, no como los de ahora con veintitrés botánicos y
cáscara de pepino. La confianza de entonces. La suficiente que te da para ausentarte
unos minutos pedirte una copa y llevártela al lavabo a mear. Fue entonces, mientras
concentraba mis esfuerzos (como buen vejiga tímida que soy) en iniciar la meada, que noté una presencia a mis espaldas
y a continuación alguien me tapaba los ojos por detrás. Estoy muerto, pensamiento
fugaz. Pero si hubieran querido matarme, taparme los ojos de aquella manera
amistosa no parecía la mejor de las formas de iniciar un ataque contra alguien
de mi condición. Apenas fueron tres segundos. El tipo retiró las manos, y sentí
que retrocedía sobre sus pasos. Me giré lentamente, y ahí estaba Murray, en el marco de la puerta, poco antes de desaparecer,
sonriéndome mientras me decía: “No one ever will believe you” (Algo así como “Nadie te va a
creer..”) haciéndome adiós con la mano. Ahí está el pasado. Una falla vieja que
no renuncia a morir, y que en sus estertores se retuerce y le da por acoyuntar con
tu present tense. El otro día cumplí años.
Muchos. Los suficientes para admitir mi
propia condición no hay por qué preocuparse. No hay más reproche que el que te
encuentras frente al espejo. Y me acordaba del bueno de Murray, ese tipo que
contiene en su mirada a todos los hombres de cualquier edad y condición, en el que me puedo
pasar horas mirando sus gestos en todas sus películas. Del que luego supe aprender del por
qué de esas irrupciones en la vida de los demás. Pero eso, es otra historia que hoy no voy a contar y debes buscar tú. Desde entonces siempre que me dispongo a mear,
presiento que alguien aparecerá por detrás. Y se me corta la meada.
sábado, 16 de mayo de 2020
Me debes dos.
Camiones. Si algo abundaba en la India eran los
camiones. Camiones que transportan paja, gallinas, burros, metales, ladrillos…
cualquier cosa es susceptible de introducirse y transportarse en estos armatostes
decorados con guirnaldas e imágenes de dioses que desconocía, otorgándoles ese
aspecto tan festivalero. Allí no existen
las normativas de transportes, porque por no existir, no existen autopistas.
Cualquier cosa que ruede o camine se puede interponer entre tu
minibús o venir en dirección contraria. Porque a decir verdad, todo abunda en
ese país de mil trescientos millones de almas sumidas en un deambular que a ojos del
turista se antoja ininteligible, indescifrable y místico como un mandala.
Mientras tomaba la foto aun no sabía qué coño era un mandala. Nos dirigíamos a
Bikhaner, al noroeste del país, a contactar con uno de nuestros tantos enlaces
británicos. Hacía dos días que habíamos dejado atrás Delhi, la capital y sentía
que todo está a punto de ocurrir, tal y como le dijo el gato a Alicia, en el
país de las maravillas : “No me preocupa mayormente el lugar donde ir”, dijo
Alicia, “Poco importa el camino entonces… puede estar usted segura que llegará
a algún lugar si camina durante un tiempo lo suficientemente largo..” le respondió
el gato.- Entonces recordé que aquella aventura apenas había empezado, y que
ante mí se impondrían otros siete largos días. Fue entonces que dejaron de
importarme los cuarenta y dos grados de temperatura que se nos colaban por la
ventanilla del Toyota que habíamos alquilado y que nos hacían sudar a chorro, a
mí y al compañero que tenía al lado. Se me enturbiaba la cabeza de pensamientos
y calor: Aquí no tendré la suerte de
encontrar un par de hielos de agua potable para poder construir alguna noche a
modo de excentricidad un gintonic con la misma ilusión del que se descubre por
primera vez a sí mismo prendiendo fuego con dos palitos. Así que voy a buscar
esa nube que le prometí a V. Y esa piedra a P y esa tela y ese olor y esa foto,
y esa cumbre, y ese rayo de sol justiciero y ese té con leche especiado tan
bueno del que una vez Y. me habló. Y voy a traerte también todo aquello que no
me has pedido, simplemente porque me lo he encontrado y me da la gana dártelo.
Voy a dártelo a ti pero sólo a ti cuando vuelva, porque el viaje, decía aquel
tío, es el arte del encuentro y sólo y en última instancia el encuentro con uno
mismo y eso es lo que importa, el camino y el encuentro. Ahora mismo nada más.
viernes, 15 de mayo de 2020
Respirar hacia atrás.
Si algún día decido ponerle música a mi vida sin duda me vería obligado a llamar a filas a Ennio Morricone. Pero solo para eso. Hay gilipollas en cambio, que darían algo por traerlo a su programa de televisión para hacerle montar en patinete a cambio de promocionar ante la cámara su nueva película. Morricone es una estampita como la del Sagrado Corazón para llevar arrugada dentro de la cartera, y para que de vez en cuando su música me de el norte de aguja, y eso ya es mucho. Por eso hay que dejarlo tranquilo, y no desimantarlo. Ponerle paramentos de felpa sobre las piernas, hacerle un poleo menta y dejarlo hablar. Y que se muera cuando a él le de la real gana y con todos sus honores. Y si nunca te ha gustado, aire, que ya estamos saludaos, como dijo Imanol a los gitanos Flores, en Brigada Central. Y esto a colación imposible de Albert Pla, que por alguna extraña conjunción astral que ni él mismo conocía se presentó en La Resistencia no sé muy bien para qué, y él seguramente que tampoco, porque a este buen tipo le importa dos mierdas promocionar sus discos y espectáculos teatrales o que le llame Coixet, Almodóvar o Lakuesta, para poner banda sonora a sus películas. Si te gusta, vas a verlo, si no, sudas de él. Pero no trates de tomarle el pelo o ridiculizarlo , porque si se lo propone, (y si no, puede que también) te hunde el programa, como se lo hundió a Broncano, - otro aspirante a Pablo Motos,- y cuando acaba todo se va de allí con esa sonrisa de niño bicho de seis años, y tú, con suerte aprenderás, que cuando señales con el dedo, recuerda que otros tres dedos te señalan a ti. Albert es como Leo Bassi, aquel clown que en alguna buena época aún quedaba gente que se preciaba ponerlo en parrilla televisiva para decir cosas como “Una persona de mi edad, cubierta completamente de kétchup y mostaza pierde completamente su dignidad, pero no me importa porque al perder mi dignidad deja de importarme lo que vosotros penséis de mí”. Y ahí, el tío te ha ganado la batalla, hay que reconocérselo. Y Albert, debe ser de los pocos como Bassi y un poco como Morricone, que lo único que le importa es su música (ni siquiera la de los demás) y su público, los que han dado el paso para ir a verlo y disfrutarlo. Ahí se dejará la piel. Sólo para ti. Si vas a verlo al camerino o te lo encuentras por la calle y quieres saludarlo será amable contigo. Así que ahí tengo otra estampita para llevar en mi cartera.
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