Conocí a Bill Murray
durante uno de tantos viajes a Estados Unidos. Al bajar del avión en el aeropuerto de Chicago me esperaba
un tipo, que tenía que proveernos la información de un contacto que debía
facilitarnos ciertas tecnologías para implementar una misión de
contravigilancia en los siguientes días y con esas, nos dirigimos Evanstone, un tranquilo pueblo de Illinois, donde decidimos pasar un par de días tranquilos, planificando
el operativo. Evanstone también, porque mi compañero de viaje tenía una tía segunda
en esa ciudad, casi de su misma edad con la que se había
citado en un music bar y una buena tropa aquella noche. En el bar todo muy previsible
y rebosante de normalidad: Los americanos que me gustaban de entonces, los
gintonics random de entonces, no como los de ahora con veintitrés botánicos y
cáscara de pepino. La confianza de entonces. La suficiente que te da para ausentarte
unos minutos pedirte una copa y llevártela al lavabo a mear. Fue entonces, mientras
concentraba mis esfuerzos (como buen vejiga tímida que soy) en iniciar la meada, que noté una presencia a mis espaldas
y a continuación alguien me tapaba los ojos por detrás. Estoy muerto, pensamiento
fugaz. Pero si hubieran querido matarme, taparme los ojos de aquella manera
amistosa no parecía la mejor de las formas de iniciar un ataque contra alguien
de mi condición. Apenas fueron tres segundos. El tipo retiró las manos, y sentí
que retrocedía sobre sus pasos. Me giré lentamente, y ahí estaba Murray, en el marco de la puerta, poco antes de desaparecer,
sonriéndome mientras me decía: “No one ever will believe you” (Algo así como “Nadie te va a
creer..”) haciéndome adiós con la mano. Ahí está el pasado. Una falla vieja que
no renuncia a morir, y que en sus estertores se retuerce y le da por acoyuntar con
tu present tense. El otro día cumplí años.
Muchos. Los suficientes para admitir mi
propia condición no hay por qué preocuparse. No hay más reproche que el que te
encuentras frente al espejo. Y me acordaba del bueno de Murray, ese tipo que
contiene en su mirada a todos los hombres de cualquier edad y condición, en el que me puedo
pasar horas mirando sus gestos en todas sus películas. Del que luego supe aprender del por
qué de esas irrupciones en la vida de los demás. Pero eso, es otra historia que hoy no voy a contar y debes buscar tú. Desde entonces siempre que me dispongo a mear,
presiento que alguien aparecerá por detrás. Y se me corta la meada.
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