Giesebrechtstraße, Berlín. ¿Ves la ventana de aquel edificio? Allí
pasamos un tiempo en piso franco, a mediados de mi carrera. Un tiempo en que la
gente no tenía miedo a enfermar y morir era de viejos. Yo hacía el turno de
mañanas, recibía las novedades del turno saliente. Café, bollos de canela y lectura de transcripciones
telefónicas. Luego la cosa se ponía siempre más aburrida, los objetivos se iban
a sus lugares de trabajo y las conversaciones cesaban. Me asomaba a la ventana en
busca de Roy, un cuervo que acostumbraba a esperar pacientemente su momento mirándome fijamente desde el
tejado de enfrente. A los cuervos les encantan las salchichas, ¿lo sabías? Por
lo menos a los cuervos alemanes, que yo sepa. Por la tarde salía a pasear por
el Kufürstendamm y en aquella esquina había una pastelería pequeñísima que elaboraba auténticas joyas. Fue mi
compañero del turno de noche, más joven que yo, quien me la recomendó. La regentaba Manuela,
que era húngara, llevaba el pelo teñido
de rosa, o quizás era una peluca, nunca llegué a saber, y decía tener novio americano,
que se había quedado tras la caída del muro pero que desde hacía un año
pajareaba por sus días sin apenas rendir cuentas. Algo parecido a Roy, el cuervo. Manuela tenía un algo guapo, como por omisión. Jamás puse una sola expectativa en
ella, pero con esas tenía la información suficiente de que se
trataba de acordar un día, que al siguiente yo librase, y con ese apenas sin conocernos lo suficiente para saber
que a los dos nos iría bien salir una noche por los locales del Berlín Oeste. Esos donde apenas caben diez
personas en la barra más el camarero. Entonces no me importarían una mierda los
cientos de ojos alemanes mirando lo ridículo que me sentaba aquella camiseta
negra que emula el semáforo de los peatones, ni a ella le importarían tampoco,
claro, los diversos daños colaterales que el tiempo ha ido firmando en mis
carnes, porque ella también es muy consciente de haber iniciado su particular y
vertiginoso descenso al desencanto sin libro alguno de instrucciones. De ese
modo iríamos con sus colegas alemanes a hacer el tonto a un karaoke, y el lugar es, como pocos, de los
mejores para tamaño propósito si uno mide bien sus actos. A saber: En primer
lugar escuchar una cover de God save
the queen,
de los Pistols, berreada por un bávaro muy perjudicado por los efectos de no
saber distinguir entre la doble malta y la cebada. En segundo lugar, dedicaría
toda mi atención a los desafinos de Manuela,
que probablemente se arrancaría para la ocasión con algún tema de Pretenders que
hablase de que la protagonista de la letra (en realidad ella, claro) es una
chica muy sexy y especial, mientras me
mira-yo le miro-ellamemira y ahí en el
detalle, certifico que también hay rosa en sus labios. Por último, y tras unas rondas
maltratando las cuerdas vocales, cuando el personal se haya cansado por fin de
hacer el memo, ella, mi amiga, la pastelera teenager
de la peluca rosa, me pasaría el micrófono, porqué yo habría elegido el tema más
casposo de la etapa más casposa de Roxy Music; y justo allí, mientras los alemanes mecen como el vaivén del agua en una
pecera los restos de alcohol que tienen en el córtex...
justo allí, dónde la profundidad de campo recupera el enfoque del segundo
plano, estaría ella mirándome, dándose cuenta por fin que la letra de aquella canción se me está colando
por alguna de las tantas puertas que fui
dejando abiertas con los años, provocándome un bajón de inconmensurables
proporciones. Al final de la escena que yo mismo protagonizaba, no puedo más
que recordar la frase que le dije a mi amiga de la peluca de rosa al final de
la noche, a modo de despedida: No volveré aquí jamás, porqué nunca más volverá
a ser tan divertido, mientras me persigue como un mantra aquella letra de BryanFerry: More than this... you
know there’s nothing... porque es un poco lo que Manuela y yo somos: (…) Hojas caídas en la noche, quién sabe
dónde las llevará el viento...
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