La dificultad para comunicarse no es nueva, lo que no tiene es remedio. Una ciudad como esta, que sostiene un modelo de bancos unicelulares es una mierda, se mire por donde se mire. Cuando hacía cursos, por ejemplo uno de dramaturgia, en la Sala Beckett, identifiqué desde el primer día a un tipo como compañero de profesión. El tipo se limitó a decir que era funcionario. Yo en cambio, mentí, y dije que era conductor de ambulancias. Pero lo realmente curioso fue que ninguno de los dos nos presentamos mutuamente, a pesar de que el tipo a mí ya me conocía de antes. Así que pasamos dos meses de curso escuchándonos atentamente cuando nos tocaba someter los textos de nuestras escenas a crítica de los compañeros. No fue hasta la cena de despedida donde hablamos de ello. El tipo era devoto de Ionesco y del absurdo, así que imprimía a sus letras ese toque burlesco y de picha fría. Dirigía en sus días libres una compañía de teatro amateur. Talentoso, sí. Y escucho en una serie patria, a una profesora de literatura, diciendo a sus alumnos de ficción que escribir es volcar en el papel no sé qué sufrimientos, partos y embarazos. Todas las alusiones así, enésimas y hormonales, porque a los que he conocido eran de oficio. Y oficio es igual a trabajo elevado al cubo. Y si te dejan, disfrutar con ello. Todo esto lo digo en alto, mientras le damos al piponazo por las noches a golpe de serie finlandesa. E, prefiere las de Mercadona, más hipertrofiadas y dopadas de sal. La serie en cuestión se suma a esa moda en la que el paisaje pesa y abruma como un personaje en sí mismo, como Ozark y otra de título parecido a la anterior “Bloodline”, ambientada en los Cayos de Florida. La ventaja de Deadline, es que lo gélido del paisaje finés se te mete hasta la próstata y te guarda de las ganas de mear. Y en sus silencios, que son muchos, nos despistamos y tratamos de dibujar con la mirada en el techo los pasos de un vecino al que jamás hemos visto. Los pasos nocturnos y poco más que el grifo de la ducha que se abre de madrugada. Desconocemos su fisonomía, edad, estado civil. Discutimos incluso sobre si es hombre o mujer. No tiende la ropa, ergo no la lava. No protagoniza fiestas, ni paellas los fines de semana, ni orgías ni furor onanista en solitario. Ni pecado ni virtud. A veces me sorprendo tratando de escucharlo desde la cocina donde únicamente intuyo el ocasional chisporroteo de unos huevo fritos que presumo que acabará comiéndoselos solo. En silencio. Ahí, en la cocina, conservo yo también mi libro de instrucciones y me fortifico con café fuerte y cigarros prestados para sobrellevar mejor el barro de las botas. Echo el humo por la ventana y repaso el oleaje de trapos colgantes del patio de luces. Hace dos años que también nos tenía intrigados la bata de una señora mayor que flameaba solitaria en las cuerdas de un tendedero del edificio del al lado. Hoy por fin, alguien la ha recogido y ha cerrado las ventanas. Hoy, que es precisamente Noche Buena. No quería decir que es una noche diferente, porque también es pastoso y enésimo pero desde luego es noche de paz. Eso sí. Pero sobre todo de silencio. Un silencio Premium, eso también.
El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos.
martes, 29 de diciembre de 2020
domingo, 13 de diciembre de 2020
Recorri2
Mi entrenador de Muay Thai, que tendrá mi edad, me cuenta que la base de muchos entrenamientos
es la constante repetición de un mismo ejercicio. Cien kicks, cien ganchos,
cien tips, cien checks, cien combos, cien… así cada día… hasta que mecanizas el
movimiento y luego te sale de forma automática y luego hay que ir puliendo e
incorporando otras ideas. Que de ese modo creas en tu cerebro unas conexiones
que luego hace que te salga solo y… Y sé de lo que me habla, porque en Muay
Thai soy un menos que un novato, pero en su día, ay… en su día con una pelota
de color naranja hacíamos lo mismo y al final eso es denominador en todos los
deportes. Es lo que llamábamos “fonaments”.
A los chavales jóvenes no les gusta, porque les aburre la repetición, me
sigue contando. Ahora que han cerrado los gimnasios, Ramsés, un local legend
del Strava me lleva a correr por Collserola, nos ilustra técnicas pisada, de
subida, de bajada, mientras para él es
un paseo. Dice que me va a poner fuerte. Eso si la metralla de la espalda me lo
permite, le respondo siempre. Los recuerdos son difusos, pero si algo tengo
claro de aquella época es que odiaba correr. Y las pretemporadas eran lo peor.
En pretemporada el setenta por ciento
del entreno se hacía fuera del parquet. Pisabas el vestuario bien temprano,
apenas para cambiarte y a correr. Cada puñetero día. Alguien tiraba de nosotros
siempre, marcando el ritmo, quizá Quim, el físico, (creo que le llamábamos
Roky) incluso Tommy o David, más sobrados de cardio. Apenas recuerdo las rutas,
porque nunca llegué a conocer Badalona, pero creo que cruzábamos carrer del
Mar, hasta Can Soley. Aromas de anís, sal marina, pan y croissant, así
prácticamente todos los días, afinando la maquinaria al límite hasta que la
course navette nos daba el visto bueno. Si volviera a pasear por aquellos lugares no los reconocería. Pep me
dijo en el reencuentro: “recordes que quedavem aquí quan anavem a jugar a fora?”
Se refería a un edificio parecido a un museo o biblioteca municipal, y de noche como que no, porque todos los gatos
son pardos. Al volver a Ausias March
finalizábamos con sesiones de estiramientos interminables, junto a una vidriera
poco frecuentada del pabellón, donde me tocaban agarrar las piernacas de Pere
Remón, diez centímetros más alto que yo, esto son veinticinco kilos en cada
mano, para soltárselas y a les sis aquí nois, farem una mica de pista.
Descanseu. Ya empiezas a tener cuerpo de un jugador de Baloncesto, me dijo un
día Enrique Campos, pionero del concepto campus, director de L’Escola de
Bàsquet, que en su momento nunca supe exactamente quién era porque yo lo veía
un poco como el padre amable de todos. Tantos años queriendo olvidar, empujando
para adentro los recuerdos y de un tiempo a esta parte ya ves, al correr por
Collserola se me mueven las placas tectónicas y ahí, ay, amigo, por ahí tenían que salir. Tras las pisadas.
Corriendo, cómo no. No he vuelto a pisar Ausias March, y eso que sé que hay una
foto guapa donde salgo de juvenil. Qué más da. Voy a empezar la segunda
temporada de Ozark, que nos da vidilla a E y a mí por las noches. Ambientada en
ese estado con grandes lagos, que se acaban de disputar unos y otros. El presidente
saliente no me gustaba, pero me hace gracia que aún hay quien cree que lo que
había antes de éste y se vestía con los trapos de los derechos civiles se jartó de bombardear a miles de kilómetros de
su casa. Y el anterior a éste lo mismo. El diez a quirófano, por lo de metralla en las
lumbares. Deseadme suerte. Quiero correr. Me cago’n la figa d’en Catà!!,
jueves, 23 de julio de 2020
Mi
hermana, enfermera y mi cuñado nefrólogo, los que me lo recomendaron. Te podría ir bien, me dijeron. El tipo de la
bata blanca me hace pasar a una pequeña habitación y me siento delante de su
mesa. Lleva una pantalla transparente delante de la cara e inicia un interrogatorio relativo a mi salud, entre los
que confieso mis datos delincuenciales respecto a la carne y el tabaco en
tiempos pasados de lo que tan solo queda el gusto por vapear. Y eso no me lo
quita nadie, le digo. Cuando acaba me desnudo y muestro mis estragos vertebrales,
y me dice que me ponga de pie mirando al frente. Observa con atención y noto la punta de un bolígrafo dibujándome un mapa que sólo él
entiende. Túmbate. Respira, expira, crujido. Tranquilo, respira, expira. Crujido. Levántate, agáchate.
Meninges, tejidos conectivos. Esto molesta pero lo podrás aguantar. Ahora de pie. Vuélvete a
agachar. ¿Deporte? Que sí, de joven, de alta intensidad. (me ha quedado cool, me
digo) Y luego ya años después, kung fu solo katas, sin combate, y chi kung… eso fue tras un viaje a
Vietnam en busca del Coronel Kurtz y
otro a la India y Nepal. ¿La India? Parece interesado. La India. Vida, muerte y
eternidad. O te cambia o te expulsa, le digo. Al principio bien. Sensación de
flotar al volver. Me iba bien, pero con los años me he vuelto a asalvajar. Lo último
que he aprendido en los últimos tiempos es a sonreír con la mascarilla puesta.
Ya ves. Hasta podría darte clases, le digo, ahora que se impone un nuevo modelo
de economía, pero poco más. Cuando me quiero reconciliar con el mundo salgo a los
parques y me como a un practicante de tai chi con kimono incluido. Sólo eso. El
tipo sigue apretándome las vísceras. Toma pulsos. ¿Te gusta leer? Le comento
que es de los pocos refugios donde mantengo mi cuaderno bitácora seco. Me habla
del mayor de los estudios relativos a la dieta: El estudio de China y Comer
para no morir. Y el documental de Netflix: The game changers, donde sale un
tipo casi desconocido que machacó a Connor McGregor, un campeón fanfarrón de la
MMA. Y de una ciclista olímpica y de otros varios, que ganaron sus medallas
siendo los atletas de mayor edad de aquella competición. Todos veganos. Y que
tengo que recuperar el core, que lo tengo echado a perder. ¿Qué coño es el core?
Y de probióticos, y de aceite de magnesio y le digo que me lo apunte, que de memoria
voy peor que Dori. Y él me dice que eso es ahora, pero ya se andará también. Te
veo en quince días. Y así llevo un mes. Con todo leído. Recuperando core.
Aprendiendo
a comer. Apuntalando vértebras que hace un mes parecían tuberías de un
submarino de la primera guerra mundial. Jugando al escondite con el dolor y el bisturí.
Creo que le voy a ganar.
miércoles, 22 de julio de 2020
Campeando voy
De la
Vanguardia leía, mediante excompañero de codazos bajo el aro interpuesto, del
que guardo buen recuerdo, -y se limitaba a publicar esa contra a modo de reflexión, como suelen ser todas
las que publican Los Godó en la contra-,
que lo mismo habría que plantearse que lo de votar sea cosa de
todos, que si no se cumplen unos mínimos
quizá algunos no deberían ejercerlo. Y esto lo decía un tipo que se autoacuñaba
como algo parecido a jefe de estudios de una escuela privada de negocios. Y también
filósofo. (Escuela de negocios. Eso seguro).
Ya está todo dicho, creo que respondí, así compactado, “escuela de
negocios”. A falta de leer entero el artículo el resumen del titular apunta a
los de siempre, a los de abajo, y lo mismo, me digo, habría que apuntar hacia
arriba. Invertir la frase: Yo te voto, pero si no cumples los mínimos que prometiste, gañan, lo mismo no habría
que seguir dejándote gobernar y sacarte del escaño, a que te limen los dientes,
que ya se te estaban poniendo largos.
martes, 7 de julio de 2020
The blues brothers
A AT lo tengo que querer, porque lo vivido
juntos se antepone ante todo, y es pensar en él y ganas de achucharlo en estos
tiempos de codo con codo, porque le guardo el tacto de las buenas
conversaciones sobre el mundo del deporte y por mostrarme la sala de máquinas
de un entrenador, este último, un mundo que no me apasiona pero explicado por
él me pone los oídos atentos, aunque si algo me legó sobre todo fue su sentido
vital del humor, que aunque él no lo sepa fue bálsamo en un momento muy
importante. He dicho importante porque no quise escribir jodido. Así que está
invitado a este café, pero si hay que discutir se discute, y no hay por qué
comulgar con lo de la globalización, porque me ha parecido entender de sus
palabras que es el mejor invento y que por ella se revaloriza y se exporta al
mundo lo autóctono y local. Así pues, Mariscal, El último de la fila, Loquillo,
Montalbán o Bigas Luna. Y ahí ya me quedo a cuadros y me vengo, claro, a esta
esquina a secarme las lágrimas, sin que me vea. Porque Mariscal pase, que quizá
estuvo en el momento oportuno, Loquillo es puro resentimiento, del que me daría
para otra entradita, (y aún a ratos ya ves), pero ¿El último, Montalbán o Bigas
Luna? No entiendo nada, pero apuesto a que les sudaba la entrepierna la
globalización lo mismo que a Pepe Rubianes o a Carmen Amaya. A la globalización
le importa una mierda lo concreto y autóctono, y lo demás me parece que es una
falacia. La globalización no es más que ese nuevo modelo de orden mundial que
va cuajando desde hace muchos años y el resto es folklore barato para ellos y
nada que preservar. A Montalbán especialmente, de quién me acuso de no haber
leído prácticamente nada. Y qué pena, me lamento, porque me fui entreteniendo
con otros, y éste, que es Barcelonés, (supongo que digo es, porque lo que queda
escrito y por leer nunca muere, a sabiendas que esto va a sonar algo cursi)
como yo, y del Raval de antes, ya ves. Así que no, que esta "ciudad de
chancletas" (en palabras de Loquillo) y suflé postmoderno ecualiza a todos
los barrios por igual en un parque temático con sus garitos cool donde solo
sirven quiche de calabaza o ragú de nopollo con setas. Tanto AT como yo los
vimos florecer uno por uno en Sant Antoni, el barrio, digo. Esa es la oferta de
esta ciudad. Por eso cada vez más mis ganas de irme a Vilassar o cualquier
pueblo mediterráneo “de Dalt”. Y así, por estar en deuda con Montalbán, he
encontrado algunos escritos y entrevistas de las que me guardo una frase suya
sobre el asunto en cuestión: “Si se entiende por globalización el buscar una
palabra suave para reflejar lo que antes llamábamos imperialismo, ahí es otra
cuestión”. Aunque a mí me gusta más: “Los dioses se han marchado. Nos queda la
televisión”.
lunes, 6 de julio de 2020
Trinchera
El
principio es el final, te dices, mientras cierras las cortinas a un mundo que
jamás te prestó la mínima atención. Te tiras en el sofá, cambias de canal sin
rumbo de aguja. Corbatas que auguran desastres económicos. Una tía con el pelo
rubio. Te suena. Hace años tenía un programa de tertulianos casposos que
hablaban de cine. Te la empiezas a tocar hasta que se te duerme como un gatito
entre las manos. Eso es el crecimiento negativo. Por la tarde, te parapetas en
la cocina, la última trinchera donde mantienes a salvo tu libro de
instrucciones. Repasas con la mirada el oleaje de trapos colgantes del patio de
luces. Ella abre la puerta y contra el marco se estrellan los gritos de unos
niños disparados desde el comedor, abre la puerta de la nevera, saca una
cerveza y te anuncia: tu turno, te toca. Cuando acabe todo esto será perfecto,
volverán las reuniones familiares entorno
a una mesa con comida y aperitivos, hasta que la mano de tu cuñado y la tuya
vuelvan a coincidir en un platillo de berberechos. Los niños callarán, los suegros
mirarán hacia otro lado. El berberecho se quedará en el plato. Alguien hará un
gesto y la música seguirá sonando. El final es el principio, te dices.
viernes, 3 de julio de 2020
Me dice
E, mientras miro a Siniestro Total cantando “Bailaré sobre tu tumba” que una canción
así, hoy en día iba a ser difícil. Y asiento y le digo que cualquier día van a
poner rotondas en el supermercados, y si no al tiempo. El cine no se libra tampoco, bien sea por
falta de imaginación o abundancia de ofendidos. Decía Lardín, al que ya cité en
la anterior entrada, respecto al cine de terror, que “no vale hacer terror, hay
que hacer pánico” y que no quería entender nada, que lo que quería era que le
sudaran las manos. No sé, algo así como aquellas ganas de taparte los ojos en
tu infancia, como única defensa posible a falta de un buen bunker. Y
efectivamente todo eso debería servir como guía cuando uno se pone frente a la
pantalla. Esto no es un consejo para nadie,
me lo digo a mí mismo. Pero vaya por delante, que una forma de poner a prueba
los propios límites en la ficción es cenar con una de Lars Von Trier, (a priori
sería difícil tropezar con una de estas
si uno no va a buscarlas) asumiendo que sin ser de terror (alguna tiene
también) acabas aterrorizado, y ya puedes dar la
noche por perdida. Ya voy advirtiendo. A mí me pasó con varias de este señor, y
otras de sus colegas del manifiesto Dogma, ya hace años, pero especialmente con Bailar en
la Oscuridad, (Dancer in the dark, 2000). En el apartado técnico no vale la pena
buscarle los tres pies al gato porque el danés chulea la cámara, en eso el tipo
va sobrado de alabanzas. En reparto, Katerine Deneuve, dama de experiencia incontestable, pero la
campanada la da Bjork, ser raruno y malcarado en su vida real, que llegó desde
su peculiar mundo celeste, vino, vio y venció, y se marchó con su inexplicable y
genial interpretación, para no volver
jamás, dejándote hecho una mierda y prometiéndote a ti mismo que películas así
no las quieres volver a ver nunca más. Que con una es suficiente. Pues con el terror, debería ser así.
lunes, 29 de junio de 2020
Not Pennys boat
Sucumben
los días vagabundeando pasillos de hospital explicando por enésima vez este
dolor de metralla en las lumbares. La solución ideal va a ser imposible de encontrar y hay que
conformarse con arrimarse a la idea de que aún estamos a tiempo de hacer algo
para paliarlo, que de viejo ya va a ser mejor no merodear los hospitales. Me he encontrado
una foto mía, de hace unos años, sujetando una gallina con las manos junto a
unos tractores en una zona rural que no identifico, y hasta que no me explican
es la pura sensación de salto cuántico y algo de Lost, (Perdidos), porque no me reconozco y lo mismo soy yo en otra vida. De ahí a los colaterales de ir
comprendiendo que Lost continua sin parangón. No me venga nadie con Breaking Bad o cualquier otro título,
que me da lo mismo. Todo paños menores, pintones algunos, pero menores. Lost tiene a sus detractores bien identificados en un único argumentario, que se repite como un mantra: El final. El dichoso final al que no
a todo el mundo gusta, otros odian pero aman igualmente la serie, y otros la
echan entera al basural por ese motivo en lugar de acudir la ingente cantidad de
interpretaciones y tratados, más que de cualquier otra, que hay en las calderas de internet. El motivo, en resumen, es
sencillo, crea tantas expectativas, tramas y subtramas a resolver, que ahí se
perdieron muchos. Un poco yo también, claro, pero es que hay quien se empeña en
comprenderlo todo a la primera o quemar las naves, y con Lost va a ser
sencillamente imposible, de ahí a la frustración y la venganza de algunos. Para
mí final redondo. Ahí está mi catedral, donde peregrino, me planto en su portal e hinco las rodillas. La madre de todas las series, que avanzándose a su tiempo (creo que no habían ni redes sociales) implementó una variedad de recursos narrativos visuales apenas visto hasta el momento. Luego todos a copiar. Y lloré
como María Magdalena durante los cinco últimos capítulos, (por lo menos) donde
se acaba atisbando y resolviendo todo. Una serie puede ser buena, o muy buena,
pero si además es capaz de hacer que pases de odiar a un personaje a llorar
porque se ha muerto, mucho ojo. Decía Victoria Spunzberg, una profesora de
dramaturgia que tuve, que la grandeza de Shakespeare era la capacidad que tenía
el tío de tocar todos los palos, así como un multi instrumentista, y tocarlos
cojonudamente, sin que se te resienta ninguna sección: Amor, traición, familia,
ambición, aventura, misterios, ciencia y ficción, religión, filosofía (sí,
también sus dualismos: la vida la muerte, el bien y el mal!!)… En fin ponga
usted el ingrediente que quiera. Que sí, que amo el rock and roll, uan, tu, zri for, cuatro acordes y a gritar, pero
Lost fue y es la mejor partitura para orquesta filarmónica que se
haya escrito.
jueves, 25 de junio de 2020
Botánicos
Que no sirva de precedente, porque entradas como las dos anteriores, derramadas en lo biográfico me hacen sentir incómodo y se me trasparenta la necesidad de aprobación por el miedo a un malentendido que luego casi nunca ocurre. Así que mejor el regreso a la autoficción, que ahí es donde verdaderamente me siento cómodo, desde la que me invento hombres y mujeres que no existen, o de existir imposible que me lean y si se identifican los mezclo en recuerdos con brebaje de fantasía en la coctelera, y en esas lindes también me reinvento y opino sin rumbo aparente, como ahora, que parezca que hablo por hablar, y metiendo ingredientes sin puntos y a partes para que no se acabe de montar nunca la mayonesa mental del que lo lee, aunque la receta la conozca y sepa el rumbo y a dónde me dirijo. Y lo curioso es que es entonces cuando por lo críptico o generalizado de lo escrito se siente el personal más aludido y a veces responden con privados si fueron ellos los que dijeron aquello o esto. Ya me pasaba con el blog anterior que tuve. Ha llovido. A fin de cuentas los que escribimos aquí somos minoría, los blogueros tuvimos nuestro momento, pero ahora nada. Como decía Malherido, en el único blog por el que pago (cantidad risible) por leer (y si Lardín volviera, acaso también lo haría): “Leer, lo que se dice leer, no se lee ya. ¿Cuándo es "ya"? Cuando abres tu cuenta en Netflix es ya. Cuando pones me gusta en Fb es ya. Cuando tuiteas lo que ves por la tele como si no acabaras de creerte lo gilipollas que eres por ver la tele, eso, sí, también es ya”. Y no se escapan ni los que se hacen la conexión en directo luciendo biblioteca a la espaldas ni yo mismo, que releo lo que tengo, más que nada, y además ahí tengo a “Dark” ocupando su espacio nocturno en mi escaleta diaria, sí, también en Netflix, por recomendación, y me parece un juguete con motor V8 conduciendo a velocidad de comitiva fúnebre, que vale más por sus silencios que por lo que dicen sus personajes, pero que en cualquier momento la trama va a pisar el a fondo y nos va a dejar con la boca abierta intentando comprender lo que ha pasado, con el toque contenido y cilantroso de lo nórdico, como la primera vez que pruebas una ginebra de cincuenta euros, y seguro que un final más interesante que el de la distopía cotidiana que vivimos a pie de calle, de la pienso que algún día me despertaré, como Resines en Los Serrano.
miércoles, 24 de junio de 2020
Frágil
Ese tiempo, en que echábamos escupitajos por el
hueco de la escalera, en aquel entonces me encantaba el olor a pólvora. Una
mañana de Sant Joan me levanté temprano y me fui a recoger aquellos petardos
que no habían explotado por la noche. Por experimentar, salí con ellos a la terraza, los rompí por la mitad y formé un montoncito de pólvora al que arrimé una mecha,
que naturalmente culminó en tal fogonazo que me quemó buena parte de la mano,
especialmente en el muslo del pulgar derecho, donde primero me salió una gran
arruga de color amarillo y tras las curas en el hospital una cicatriz que me
duró unos cuantos años. Tu pequeña cicatriz
también está justo ahí, sobre el diminuto muslito de tu dedo pulgar derecho.
Todo empieza ahí. En realidad unos meses antes, durante el parto, justo
al cortar la toma de tierra con el universo celeste de donde provienes. Tiene
un dedito de más, en la mano, te dicen. Nadie lo había visto al parecer, a
pesar de llevar a cuestas tres amniocentesis e incontables ecografías. Claro,
que las ecografías focalizaban toda su atención en el hígado, que desde
la pantalla monocroma se presentaban como un mar oscuro salpicado de espumitas
blancas que no debían estar ahí, pero que nadie supo nunca concretar el motivo
de su efervescencia, por eso nadie dio cuenta de ese dedito solitario que ahora forma parte de un recuerdo que se dibuja en tu pequeña cicatriz. El otro día, mientras buscabas incansablemente arañas en la desvencijada puerta
de Torre Garcini un vecino me auguró para ti un posible brillante futuro, como
el del joven Sheldon, dijo. Adiviné que se trataba de un personaje televisivo,
y no se lo tuve en cuenta, en parte porque no sé de quién me hablaba, en parte
porque sé que lo decía con buena intención, solo se me ocurrió decir que sí,
que el cine y la televisión está lleno de estereotipos así, de los que
invariablemente recuerdas ahora, pero de los que no podría extraer nada
en claro de ninguno de ellos, por adúlteros y rebosantes de la magnificiencia para gustar al público, y porque ninguno se parece a ti, y acaso todos me
recuerdan vagamente, y me conformo y me encarrilo en aprender a no pensar en el
mañana porque esa es una carretera que me aleja de disfrutar de tus abrazos y de tu forma peculiar de
entender el mundo que te rodea, la rapidez con la que montas los
puzles conectando siempre piezas en el mismo orden, y mirar como tú
ves, apaciguar y comprender tus miedos, también a los petardos de anoche, pero también descubrir los resortes que te hacen reír a carcajadas,
averiguar los códigos de ese lenguaje tribal que sólo tu madre y yo entendemos. Mientras el cuerpo aguante, lucharemos contra todos los T-Rex que se nos pongan por el camino, cabalgaremos mil millas por el pasillo hasta llegar a las rocosas del recibidor, donde nos estará esperando Buzz Lightyear. Y qué narices, antes que llegue el día que me los niegues, te comeré a besos, que
para eso soy tu padre, hasta el infinito y más allá.
viernes, 12 de junio de 2020
Wild horses
Una pelota y un aro a 3,05 metros. Así de simple. Sólo con eso era suficiente. Todo empieza así. Seguramente habrán más películas que tocarán el tema, eso siempre lo digo, lo de la semilla inmortal y que está todo escrito, pero a mí me toca mucho últimamente "Flores Rotas" de Jarmusch, por cuanto tiene de búsqueda y encuentro, el de un tipo ya llegado a cierta edad, y que por una serie de avatares se ve husmeando en los trastos viejos de la memoria, haciéndose preguntas, buscando las respuestas. Ahí me veo, también: Un compañero de trabajo que conoces de hace poco te habla cada vez que te ve, de gente que te suenan como parientes lejanos pero muy familiares. Mucho. Imposible olvidar a aquellos con los que compartiste probablemente una de las mejores etapas de tu vida. El compañero de trabajo insiste (como el compañero de reparto de Murray en la citada película) en ir en busca de ese pasado. No rechazas, (como Murray) pero esquivas la primera, la segunda y la tercera invitación, sabes que harás ídem con la cuarta hasta que se canse. La idea de verlos y meter el hocico en esos barros se antoja lejano e irrecuperable en este preciso rumbo y oleajes cotidianos que nos abordan por babor y estribor. Te conformas con recordarlos porque forman parte de tu cuaderno bitácora vital, y saber de ellos por las redes sociales y a lo que te vaya llegando le regalas una sonrisa, todo lo más. Después vino una muerte injusta, como lo son todas las que llegan por adelantado, motivo por el que cruzamos fotos y mensajes en los que acabamos diciéndonos la dichosa frase que se suele decir en esos momentos: "a ver si nos vemos algún día y nos damos un abrazo". Casi mejor así, tratas de convencerte, recordarnos cuando teníamos 13, 14 o 17 años y no había esparadrapo capaz de mitigar el dolor de las rodillas, ni dolor capaz de impedir nuestras ansias de volar más allá de los 3.05. Habíamos dejado atrás l' Escola de Basquet, aquella nave industrial de Badalona que regalaba frio antiguo y aromas de repostería donde repetíamos hasta la saciedad las posiciones básicas, mecánicas de tiro, entradas, reversos, pases, bloqueos, ayudas y por fin pisábamos por primera vez el encerado oscuro del Ausias March. Nunca en tu vida has visto tanto parquet junto. Ayer eras una hormiga más coreando a tu equipo al unísono desde las gradas, hoy lunes nos toca pisarlo a nosotros. Ayer en este mismo foso del banquillo descansaban tus ídolos: Villacampa, Jofresa, Montero, Margall, Jiménez, Stewart, Housey... Hoy, los encargados de pista empiezan a sacar los carros con los balones con su inconfundible olor a cuero. Las mismas con las que entrenaron ellos. Se escucha un interruptor que hace eco en las gradas vacías, y los halógenos del abovedado empiezan a iluminar la escena de entrenamiento muy lentamente. Empiezan a entrar algunos pocos fieles aficionados que gustan de ver cómo evoluciona la cantera. Hace tiempo que no piensas en otra cosa. Los latidos y los botes del balón se sincronizan perfectamente. Repasas cada jornada antes de irte a dormir con la intención de hacerlo mejor mañana y ser útil a tu equipo.
Todas las circunstancias parecen confluir y finalmente decido no ponerme más obstáculos. Ayer me encontré con PM. Tras 34 años, año arriba año abajo. El encuentro, como dijo él, fue como volver a verse para cenar la noche antes de la semifinal de los campeonatos de España en Granada o Cádiz, sabiendo que al día siguiente íbamos a darlo todo y mucho más. Y eso, junto otras palabras regalo de TJ, que también guardo en algodones es de lo más bonito que me ha revisitado del pasado. Intentas hacer memoria de sus "te acuerdas de", porque después del requiem for a dream fue urgente y necesaria una brutal y radical desconexión de todo aquello, sencillamente porque así ya no se podía vivir. Ya no bastaba con una pelota y un aro a 3,05. No bastaba ser salvaje y libre. Se impuso aquel principio de Trainspotting: "elige una vida, elige un empleo, elige una familia, elige una carrera, elige un televisor grande que te cagas, coches, lavadoras, equipos de compact disc...". Lo que sí es seguro es que también elegí no olvidarme de todos y cada uno de los entrenadores y jugadores con los que me crucé, porque en muy buena parte todos pusieron algunos de los cimientos que te edifican como persona. A todos ellos: Gracias. Os las debía. Fins aviat.
domingo, 31 de mayo de 2020
A propósito de Deckard.
Me dice E, que si hoy viene su hermana a verla después de dos meses besos no, pero se van a dar un abrazo sí o sí de teta con teta y la mascarilla perdida de rímel y lágrima, muy a pesar de mi cuñado, y a mí me avisa levantando el dedo, como si estuviera yo en el bando aislacionista que tanto se promulga por la telerrealidad. Y le advierto que nada más lejos, que me da un poco igual, mayormente porque confío. Una confianza, (que no fe), surgida del instinto de supervivencia, del propio y breve aprendizaje de lo malo conocido y lo desconocido al mismo tiempo, a lo que te sometes te guste o no, a base de salir a la calle, sobrevenirte la tos seca y pensar en lo peor, coger autobuses, metros, alimentos, documentos ajenos, tratar con gente que no conoces, así, día tras día, y hacer malabares con el picor de la cara, el hidroalcohólico en una mano y el móvil en la otra. Al principio, salir era como adentrarse en el núcleo del reactor de Chernobyl, con medidor Geiger y traje de plomo, con los días, ya eres un turista más en el parque de atracciones de Prypiat, y pasado el tiempo y las fases, mientras los parques infantiles continúan precintados han brotado tras la lluvia ácida docenas de baretos adaptados a la recién estrenada necesidad social de abigarrarse en las terrazas y del take away, y del volver a emborracharse, tirar anzuelo con la mirada y lo que surja y esto mientras el calorcito va subiendo y nos quitamos capas de ropa NRBQ, aunque por la mañanas todo vuelva a tener un aire a aquella Unión Soviética de los ochenta, de colas para comprar pan, para la ferretería, el chino (he dicho el chino, sí, también). Me gusta como lo explica Bernardo, porque me recuerda a Bird Box: A ciegas, 2018. Donde Mallorie, la protagonista, (Sandra Bullock) debe dudar de todo lo que conocía hasta ahora, porque de un día para otro desaparecen tus amarras y no quedan certidumbres, el futuro está por escribir, y es tal cual la citada película surgida de la misma semilla inmortal fílmica de los postmundos. Lo malo es que durante este confinamiento he visto una foto del presente actual de John Connor, aquel que debía salvarnos de la rebelión de las máquinas, y me he venido muy abajo.
Pasa tú primero.
Ustedes me perdonan, porque no sé cómo lo hago, esto es
dejarse llevar y poner las ideas en la diana, pero acabo añadiendo música a
esta coctelera, como es ahora el caso, o películas que se visten así, y hoy
brota John Cusack, en Alta Fidelidad (2000). Preguntándose desde el principio
en voz en off si escuchaba música porque estaba triste o estaba triste y por
eso escuchaba música. Me arrimo conclusiones peligrosas, como que se trata de
películas que tratan de problemas de pijos, como Lost In Translation,
pero es que siguiendo estos fundamentos no entraría en casa la mitad de lo que
echa en la pantalla. Hay películas, como esta, que se guardan para sí misma lo
que nos tiene que decir. Luego el manido argumentario de que Murray no tiene
gracia. Menos tiene Sean Penn, otro que me encanta y por el que también tiro
cohetes en verbenas. Y joder, que a mí Murray y LiT me llevan al cine de Jarmusch, contención,
detalle, plano, silencio, gestos y al final un cine alejado del actual que mueve
fotogramas y planos a ritmo de motor V8. Y que resulta imposible mencionarla sin ponerme
el Just like Honey de Jesús and Mary Chain en la escena final. En literatura
también lo intento y no siempre acierto: leo sobre Carver, pope del relato, porque en narrativa es lo que
más me interesa, porque me recuerda al desencanto de algunos personajes de
Murray o Jarmusch, y por todos esos
tópicos que se mencionan sobre su prosa: economía del lenguaje, escepticismo,
carencia de florituras estilísticas, pesimismo, realismo, “tipos que miran la televisión evitando mirar en su interior” y todas estas coordenadas me dan faro
potente para dirigirme a esas tierras, pero es llegar a puerto y ver sus calles
y no encuentro nunca nada de lo dicho de Carver donde agarrarme. Qué le vamos a
hacer.
domingo, 24 de mayo de 2020
Tú mandas.
Me digo que debería subirme al palo mayor, porque esto es mi
barco, observar tierra y escribir algo en relación al tiempo muerto que
vivimos, sea en su sentido figurado o en el literal de la expresión, en lo que
concierne a esta “pausa”, el peor eufemismo que podría elegir para definirlo,
porque me da en el hocico que ahora sí, por fin va a ser cierta y de verdad
aquella frase de cualquier tiempo pasado fue mejor, y lo de antes no lo vamos a retomar más que en frases que empiecen
con “te acuerdas cuando...”. Si te quieres dar una buena hostia ponte la escena de “Faces” (1968) de Cassavetes, con esos bares abigarrados
de caras, humo y alcohol, que me dirán que no hay que irse tan lejos, que ya en los
ochenta, Madrid y la Movida, de cuando en los bares tirábamos las colillas y los
palillos del pincho al suelo, porque el lugar exigía ese relajo. Este comentario
lo hice a un millenial anónimo, y como era de esperar me contestó que también
hace no sé cuántos años estábamos en las cavernas. El pobre no había entendido
nada, a pesar de estar escuchando de continuo a 45 revoluciones el mismo disco
que lleva título para todos: “Què podrem fer i què no podrem fer”. Y el asunto no es que fuera millenial, sino que siendo, hablara como un viejo. Supongo que ya le está bien, pero es normal,
porque tampoco había vivido nada diferente antes de. Y es que desde entonces todo
es un retroceder. La verdadera inmunidad de rebaño, chico, estaba ahí. No te obceques en buscarla ahora.
sábado, 23 de mayo de 2020
Ya te lo dije.
Giesebrechtstraße, Berlín. ¿Ves la ventana de aquel edificio? Allí
pasamos un tiempo en piso franco, a mediados de mi carrera. Un tiempo en que la
gente no tenía miedo a enfermar y morir era de viejos. Yo hacía el turno de
mañanas, recibía las novedades del turno saliente. Café, bollos de canela y lectura de transcripciones
telefónicas. Luego la cosa se ponía siempre más aburrida, los objetivos se iban
a sus lugares de trabajo y las conversaciones cesaban. Me asomaba a la ventana en
busca de Roy, un cuervo que acostumbraba a esperar pacientemente su momento mirándome fijamente desde el
tejado de enfrente. A los cuervos les encantan las salchichas, ¿lo sabías? Por
lo menos a los cuervos alemanes, que yo sepa. Por la tarde salía a pasear por
el Kufürstendamm y en aquella esquina había una pastelería pequeñísima que elaboraba auténticas joyas. Fue mi
compañero del turno de noche, más joven que yo, quien me la recomendó. La regentaba Manuela,
que era húngara, llevaba el pelo teñido
de rosa, o quizás era una peluca, nunca llegué a saber, y decía tener novio americano,
que se había quedado tras la caída del muro pero que desde hacía un año
pajareaba por sus días sin apenas rendir cuentas. Algo parecido a Roy, el cuervo. Manuela tenía un algo guapo, como por omisión. Jamás puse una sola expectativa en
ella, pero con esas tenía la información suficiente de que se
trataba de acordar un día, que al siguiente yo librase, y con ese apenas sin conocernos lo suficiente para saber
que a los dos nos iría bien salir una noche por los locales del Berlín Oeste. Esos donde apenas caben diez
personas en la barra más el camarero. Entonces no me importarían una mierda los
cientos de ojos alemanes mirando lo ridículo que me sentaba aquella camiseta
negra que emula el semáforo de los peatones, ni a ella le importarían tampoco,
claro, los diversos daños colaterales que el tiempo ha ido firmando en mis
carnes, porque ella también es muy consciente de haber iniciado su particular y
vertiginoso descenso al desencanto sin libro alguno de instrucciones. De ese
modo iríamos con sus colegas alemanes a hacer el tonto a un karaoke, y el lugar es, como pocos, de los
mejores para tamaño propósito si uno mide bien sus actos. A saber: En primer
lugar escuchar una cover de God save
the queen,
de los Pistols, berreada por un bávaro muy perjudicado por los efectos de no
saber distinguir entre la doble malta y la cebada. En segundo lugar, dedicaría
toda mi atención a los desafinos de Manuela,
que probablemente se arrancaría para la ocasión con algún tema de Pretenders que
hablase de que la protagonista de la letra (en realidad ella, claro) es una
chica muy sexy y especial, mientras me
mira-yo le miro-ellamemira y ahí en el
detalle, certifico que también hay rosa en sus labios. Por último, y tras unas rondas
maltratando las cuerdas vocales, cuando el personal se haya cansado por fin de
hacer el memo, ella, mi amiga, la pastelera teenager
de la peluca rosa, me pasaría el micrófono, porqué yo habría elegido el tema más
casposo de la etapa más casposa de Roxy Music; y justo allí, mientras los alemanes mecen como el vaivén del agua en una
pecera los restos de alcohol que tienen en el córtex...
justo allí, dónde la profundidad de campo recupera el enfoque del segundo
plano, estaría ella mirándome, dándose cuenta por fin que la letra de aquella canción se me está colando
por alguna de las tantas puertas que fui
dejando abiertas con los años, provocándome un bajón de inconmensurables
proporciones. Al final de la escena que yo mismo protagonizaba, no puedo más
que recordar la frase que le dije a mi amiga de la peluca de rosa al final de
la noche, a modo de despedida: No volveré aquí jamás, porqué nunca más volverá
a ser tan divertido, mientras me persigue como un mantra aquella letra de BryanFerry: More than this... you
know there’s nothing... porque es un poco lo que Manuela y yo somos: (…) Hojas caídas en la noche, quién sabe
dónde las llevará el viento...
lunes, 18 de mayo de 2020
TODO SUYO.
Conocí a Bill Murray
durante uno de tantos viajes a Estados Unidos. Al bajar del avión en el aeropuerto de Chicago me esperaba
un tipo, que tenía que proveernos la información de un contacto que debía
facilitarnos ciertas tecnologías para implementar una misión de
contravigilancia en los siguientes días y con esas, nos dirigimos Evanstone, un tranquilo pueblo de Illinois, donde decidimos pasar un par de días tranquilos, planificando
el operativo. Evanstone también, porque mi compañero de viaje tenía una tía segunda
en esa ciudad, casi de su misma edad con la que se había
citado en un music bar y una buena tropa aquella noche. En el bar todo muy previsible
y rebosante de normalidad: Los americanos que me gustaban de entonces, los
gintonics random de entonces, no como los de ahora con veintitrés botánicos y
cáscara de pepino. La confianza de entonces. La suficiente que te da para ausentarte
unos minutos pedirte una copa y llevártela al lavabo a mear. Fue entonces, mientras
concentraba mis esfuerzos (como buen vejiga tímida que soy) en iniciar la meada, que noté una presencia a mis espaldas
y a continuación alguien me tapaba los ojos por detrás. Estoy muerto, pensamiento
fugaz. Pero si hubieran querido matarme, taparme los ojos de aquella manera
amistosa no parecía la mejor de las formas de iniciar un ataque contra alguien
de mi condición. Apenas fueron tres segundos. El tipo retiró las manos, y sentí
que retrocedía sobre sus pasos. Me giré lentamente, y ahí estaba Murray, en el marco de la puerta, poco antes de desaparecer,
sonriéndome mientras me decía: “No one ever will believe you” (Algo así como “Nadie te va a
creer..”) haciéndome adiós con la mano. Ahí está el pasado. Una falla vieja que
no renuncia a morir, y que en sus estertores se retuerce y le da por acoyuntar con
tu present tense. El otro día cumplí años.
Muchos. Los suficientes para admitir mi
propia condición no hay por qué preocuparse. No hay más reproche que el que te
encuentras frente al espejo. Y me acordaba del bueno de Murray, ese tipo que
contiene en su mirada a todos los hombres de cualquier edad y condición, en el que me puedo
pasar horas mirando sus gestos en todas sus películas. Del que luego supe aprender del por
qué de esas irrupciones en la vida de los demás. Pero eso, es otra historia que hoy no voy a contar y debes buscar tú. Desde entonces siempre que me dispongo a mear,
presiento que alguien aparecerá por detrás. Y se me corta la meada.
sábado, 16 de mayo de 2020
Me debes dos.
Camiones. Si algo abundaba en la India eran los
camiones. Camiones que transportan paja, gallinas, burros, metales, ladrillos…
cualquier cosa es susceptible de introducirse y transportarse en estos armatostes
decorados con guirnaldas e imágenes de dioses que desconocía, otorgándoles ese
aspecto tan festivalero. Allí no existen
las normativas de transportes, porque por no existir, no existen autopistas.
Cualquier cosa que ruede o camine se puede interponer entre tu
minibús o venir en dirección contraria. Porque a decir verdad, todo abunda en
ese país de mil trescientos millones de almas sumidas en un deambular que a ojos del
turista se antoja ininteligible, indescifrable y místico como un mandala.
Mientras tomaba la foto aun no sabía qué coño era un mandala. Nos dirigíamos a
Bikhaner, al noroeste del país, a contactar con uno de nuestros tantos enlaces
británicos. Hacía dos días que habíamos dejado atrás Delhi, la capital y sentía
que todo está a punto de ocurrir, tal y como le dijo el gato a Alicia, en el
país de las maravillas : “No me preocupa mayormente el lugar donde ir”, dijo
Alicia, “Poco importa el camino entonces… puede estar usted segura que llegará
a algún lugar si camina durante un tiempo lo suficientemente largo..” le respondió
el gato.- Entonces recordé que aquella aventura apenas había empezado, y que
ante mí se impondrían otros siete largos días. Fue entonces que dejaron de
importarme los cuarenta y dos grados de temperatura que se nos colaban por la
ventanilla del Toyota que habíamos alquilado y que nos hacían sudar a chorro, a
mí y al compañero que tenía al lado. Se me enturbiaba la cabeza de pensamientos
y calor: Aquí no tendré la suerte de
encontrar un par de hielos de agua potable para poder construir alguna noche a
modo de excentricidad un gintonic con la misma ilusión del que se descubre por
primera vez a sí mismo prendiendo fuego con dos palitos. Así que voy a buscar
esa nube que le prometí a V. Y esa piedra a P y esa tela y ese olor y esa foto,
y esa cumbre, y ese rayo de sol justiciero y ese té con leche especiado tan
bueno del que una vez Y. me habló. Y voy a traerte también todo aquello que no
me has pedido, simplemente porque me lo he encontrado y me da la gana dártelo.
Voy a dártelo a ti pero sólo a ti cuando vuelva, porque el viaje, decía aquel
tío, es el arte del encuentro y sólo y en última instancia el encuentro con uno
mismo y eso es lo que importa, el camino y el encuentro. Ahora mismo nada más.
viernes, 15 de mayo de 2020
Respirar hacia atrás.
Si algún día decido ponerle música a mi vida sin duda me vería obligado a llamar a filas a Ennio Morricone. Pero solo para eso. Hay gilipollas en cambio, que darían algo por traerlo a su programa de televisión para hacerle montar en patinete a cambio de promocionar ante la cámara su nueva película. Morricone es una estampita como la del Sagrado Corazón para llevar arrugada dentro de la cartera, y para que de vez en cuando su música me de el norte de aguja, y eso ya es mucho. Por eso hay que dejarlo tranquilo, y no desimantarlo. Ponerle paramentos de felpa sobre las piernas, hacerle un poleo menta y dejarlo hablar. Y que se muera cuando a él le de la real gana y con todos sus honores. Y si nunca te ha gustado, aire, que ya estamos saludaos, como dijo Imanol a los gitanos Flores, en Brigada Central. Y esto a colación imposible de Albert Pla, que por alguna extraña conjunción astral que ni él mismo conocía se presentó en La Resistencia no sé muy bien para qué, y él seguramente que tampoco, porque a este buen tipo le importa dos mierdas promocionar sus discos y espectáculos teatrales o que le llame Coixet, Almodóvar o Lakuesta, para poner banda sonora a sus películas. Si te gusta, vas a verlo, si no, sudas de él. Pero no trates de tomarle el pelo o ridiculizarlo , porque si se lo propone, (y si no, puede que también) te hunde el programa, como se lo hundió a Broncano, - otro aspirante a Pablo Motos,- y cuando acaba todo se va de allí con esa sonrisa de niño bicho de seis años, y tú, con suerte aprenderás, que cuando señales con el dedo, recuerda que otros tres dedos te señalan a ti. Albert es como Leo Bassi, aquel clown que en alguna buena época aún quedaba gente que se preciaba ponerlo en parrilla televisiva para decir cosas como “Una persona de mi edad, cubierta completamente de kétchup y mostaza pierde completamente su dignidad, pero no me importa porque al perder mi dignidad deja de importarme lo que vosotros penséis de mí”. Y ahí, el tío te ha ganado la batalla, hay que reconocérselo. Y Albert, debe ser de los pocos como Bassi y un poco como Morricone, que lo único que le importa es su música (ni siquiera la de los demás) y su público, los que han dado el paso para ir a verlo y disfrutarlo. Ahí se dejará la piel. Sólo para ti. Si vas a verlo al camerino o te lo encuentras por la calle y quieres saludarlo será amable contigo. Así que ahí tengo otra estampita para llevar en mi cartera.
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